Como es ya público y notorio, la imagen internacional del susodicho no anda bien. En la campaña electoral del Perú, las agresiones, en el fragor de la contienda, usan al aludido como si fuese un bate para la guerra sucia. Mutuamente, los candidatos acusan al adversario de afinidad con Esteban como forma de ganar popularidad. Humala (o Llanta, porque ha rodado varias veces) lleva semanas explicando lo distante que se encuentra del líder y si se ve muy apurado seguro estará dispuesto a afirmar que, incluso, lo detesta, que nunca recibió ni un céntimo suyo y que nunca más lo vuelve a hacer. Lo más cercano, recién sacadito del horno, en esta guerra sin cuartel, es una fotografía en el que se muestra a una risueña Keiko colgada de la guayabera del que te conté, haciendo trencito en una fiesta. En la imagen aparecen otros gobernantes en el mismo plan. Con razón los pueblos dicen que son unos vagones. Cuándo a dónde se ha visto, Señor de los Ejércitos, a un jefe de estado bailando trencito en una fiesta como cualquier hijo de vecino. Un presidente no baila trencito, los construye (hablando de lo cual). La señorita Jones ha reaccionado con contundencia ante tamaña ofensa, señalando que una agresión de tal magnitud solo puede provenir del propio Esteban. Peor que peor: ¿es que acaso él está tan convencido del daño que es capaz de producir a quien se le adjunte como para regar fotos suyas con la gente que pretende rayar? No lo creo, pero lo que sí es claro es que los aspirantes saben que el elector del Perú va a tomar el camino que más distante se le muestre de Venezuela, que ya casi se asemeja, frente al mundo, a la pintura del mal gobierno que hicieron los hermanos Lorenzetti en el Palacio Publico de Siena en Italia, pintada para que los ciudadanos se horrorizaran ante lo que les esperaba con un gobierno alejado de la virtud.

El jefe de campaña de Keiko, Palomino, asegura que no hay nada que temer de la imagen, que se trata de un gesto de “protocolo y cortesía”. Lo de cortesía pasa, porque quién que haya ido a una buena fiesta no se ha visto arrastrado por el huracán revolucionario del trencito que anima cuando la rumba comienza a decaer. Pero llamar a eso “protocolo” muestra cuán perdidos están nuestros países, que consideran protocolo a la guaracha y guaracha al protocolo.

Como si todo lo señalado fuese poco, se suma el escándalo de la guitarra de Shakira. Así sería la raya que en vez de hacerse la loca, como manda el disimulo de la diplomacia hermana, tuvo que salir a decir que ella no había sido, que era inocente y se dispuso a lavar esa afrenta. A estas alturas se desconoce si el instrumento habrá de ser devuelto o si el hecho traerá nuevas afinaciones en Miraflores.

Ante los hechos, es inevitable preguntarse: ¿si están claros los otros pueblos latinoamericanos, que lo que reciben es el billete parejo, no lo vamos a estar por estos lares, que en este Concurso Millonario de 12 años no se ha recibido ni un premiecito del conductor, que ha dejado a Venezuela -quizá por su ubicación alfabética- en el último lugar de prioridades? La respuesta definitiva la tendremos el año que viene, cuando se consulte a la audiencia, porque está claro que el comodín del amigo no funcionó.