Quien esto escribe no se formó en tiempo de la inmediatez de las redes sociales. Eran otros tiempos, con sus cosas buenas y malas, como cada época, pero con puntos de vista más meditados, mejor argumentados y menos agresivos frente a quien pensaba distinto. Recuerdo que eran tiempos en los cuales uno armaba sus opiniones de manera diferente: no importaba si tu tendencia era de derecha o de izquierda, igual  “seguías” el “Pizarrón” de Uslar y “El país según Cabrujas”.

En aquellos tiempos uno leía, tanto a los que te gustaban, como aquellos con los cuales discrepabas, y ciertamente, la sola  lectura era ya una particular forma de reconocimiento. Había gente muy inteligente en todas las corrientes políticas, gente que pensaba y escribía. En “El Nacional” tenían cabida todos. Uno seguía las polémicas que se presentaban en la prensa, las respuestas de los que pensaban diferente, que no consistían en insultos, sino en escritos igual de brillantes sobre los que  uno discutía e intercambiaba opiniones en las conversaciones cotidianas. Aún guardo los recortes de la controversia que se produjo en la prensa del país en una oportunidad en que Ilan Chester cantó una versión no oficial del Himno Nacional. La polémica suscitada duró meses, tomó altísimo vuelo intelectual y opinaron las grandes figuras del país. El país contaba con intelectuales, gente a la que uno tenía la “obligación” de leer, independientemente de que su credo o convicción fuese ajeno al propio.

 En un artículo de opinión de  Uslar en el año 1936 (cuando el petróleo era una incipiente promesa para Venezuela), por ejemplo, se acuñó aquella famosa frase de “sembrar el petróleo”. Sembrar el petróleo era para Uslar emplear la riqueza petrolera en propiciar la generación de otras formas de riqueza que tuviesen que ver más con el esfuerzo que con la renta. La frase nos sigue persiguiendo hoy, casi como epitafio de tantas oportunidades perdidas.

Cabrujas, por su parte acuñó una expresión: “Estado del disimulo”, para referirse a la manera como se había configurado nuestro sistema político. Decía: “…esta sociedad de lados flacos, ha hecho de la noción de Estado un esquema de disimulos. Vamos a fingir que somos un país con una Constitución. Vamos a fingir que el Presidente de la República es un ciudadano esclarecido. Vamos a fingir que la Corte Suprema es un santuario de la legalidad”.  Podría uno decir “¡que tiempos aquellos!” porque ahora ni se disimula ni se finge.

Las naciones avanzan cuando construyen un consenso entre los que piensan distinto, pero que tienen la suficiente inteligencia para saber que existe un país mayor que sus aspiraciones, un país que les supera y les trasciende. Quizá ese fue el valor que propició, con el Pacto de Punto Fijo, el momento de mayor brillo de toda nuestra historia civil. Aquellos tiempos en los que se debatía un país, cuya existencia hoy ponemos en duda.