Laureano Márquez no ha olvidado aquella mañana de abril de 1976 cuando su profesora de Castellano entró al salón de primer año y anunció la noticia: “Este fin de semana falleció Aquiles Nazoa”. Al constatar que ninguno de sus alumnos sabía quién era Aquiles Nazoa, la profesora cerró el libro de Castellano, abrió el periódico y empezó a leer los artículos contenidos en la edición especial que El Nacional le dedicó al autor caraqueño. Ese día Laureano Márquez aprendió dos cosas decisivas. Que Aquiles Nazoa es uno de los escritores y humoristas más importantes del país. Que los humoristas provocan eso que ocurrió en la clase: un recreo imprevisto en la rutina.

Nacido el 4 de julio de 1963 en el pueblo de Güimar (Tenerife), Laureano Márquez vivió sus primeros años al cuidado de su madre. Mientras tanto, su padre, uno de los muchos emigrantes fabricados en masa por el franquismo español, enviaba desde Venezuela baúles repletos de dinero, café y otros productos que lograron sostener a la familia antes de su traslado definitivo a Maracay en 1971. De sus años de infancia, Laureano conserva ciertas escenas imborrables: la escuela española como un lugar donde los maestros les pegaban a los niños con una regla, su habilidad para memorizar las misas en un alarde de precoz religiosidad, la vez que conoció a su padre en el puerto de Santa Cruz de Tenerife y las risas que generaba entre sus familiares cada vez que imitaba a un conocido. Una de sus primeras imitaciones paródicas fue la que hizo de su padre, quien en vez de celebrarle la broma le propinó un severo castigo. La anécdota le ha servido a Laureano para ilustrar los riesgos que ya a temprana edad le ocasionaba reírse del poder.

Una vez instalado en Maracay con su familia, el niño Laureano fue inscrito en un colegio cuyo nombre era un guiño a sus orígenes pero también a su jovial porvenir: Miguel de Cervantes Saavedra. Luego estudia en un colegio de los hermanos maristas, donde continúa alimentando su inclinación por la religión cristiana, aunque padece el calvario de las tres marías del bachillerato: química, física y matemática. Al finalizar la secundaria, Laureano les revela a sus padres su deseo de ser cura. Éstos logran persuadirlo y finalmente decide estudiar Ciencias Políticas en la Universidad Central de Venezuela.

Luego de graduarse como politólogo y de haber militado por breve tiempo en el PRV, Laureano está convencido de que la pasión política debe conducir a la felicidad colectiva. El resultado de esa convicción lo hace desconfiar, precisamente, de los partidos políticos tradicionales. Tales recelos lo llevan a buscar trabajo en áreas ajenas a su formación. Así, luego de asistir a una entrevista en la dirección de inteligencia militar del gobierno, y de estar a punto de trabajar como conductor de la línea de Metrobús, da por fin con esa escuela de la risa que fue para tantos venezolanos la Radio Rochela. Allí se desempeña como guionista y actor. Allí su figura se proyecta por todo el país y sus caracterizaciones de Rafael Caldera y Juan Pablo II, entre otras memorables parodias, quedan grabadas en el imaginario nacional. Allí conoce a su amigo Emilio Lovera, dupla en numerosos proyectos radiales, televisivos y teatrales. Allí, en definitiva, termina de asumir como destino una pasión que los años convertirían en oficio permanente: el humorismo.

Desde ese momento, su imagen no ha hecho sino expandirse. La televisión, la prensa, la radio, el teatro, los libros y hasta las aulas han sido los canales de difusión que Laureano ha empleado para ejercer con profesionalismo el saludable trabajo de hacer comedia en tiempos trágicos. Su oficio ha merecido no pocos lauros fuera y dentro del país, y hasta ha recibido el mejor (aunque también el más peligroso) de los reconocimientos con el que puede contar un humorista: el airado acoso del poder de turno materializado en procesos judiciales que derivaron en sanciones y advertencias.

Sin embargo, estas amenazas no lo amilanan. Laureano sigue recorriendo el país y viajando por el mundo dictando cátedra de humor en monólogos que reparten hilaridad y crítica entre un público compuesto cada vez más por venezolanos del exilio. Sus escritos siguen apareciendo en la prensa mostrando con oportuna comicidad el revés y el derecho de las calamidades diarias. Porque Laureano Márquez, quien alguna vez quiso prepararse para el sacerdocio y coqueteó con la militancia ideológica, acaso terminó descubriendo que el humor, al igual que la religión y la política, también aspira, por la vía de la amena inteligencia, a la felicidad colectiva.