Este lunes, amaneció de democracia. Una contagiosa alegría se apodera del alma venezolana. Hoy todo nos parece más bonito, como si el cielo fuera más azul y los verdes de nuestras montañas más verdes y el país más país. Lo que parecía imposible para muchos se logró. Venezuela tiene un solo camino, la democracia y el voto como instrumento de cambio y el que no lo entienda, peor para él.

En los días previos al domingo de la votación todo parecía abismo. La gente compró comida porque barruntaba lo peor. Esperábamos que el gobierno no reconociese los resultados o que el CNE los «maquillara», que una nueva irreversibilidad se nos cruzara en el camino. No fue así: hay momentos en los cuales sale muy caro contrariar la determinación de un pueblo. Sucedió en el Chile de Pinochet y también aquí. Con un CNE abiertamente parcializado, luego de una campaña electoral de un ventajismo grosero, en medio de una invisibilización comunicacional vergonzosa de la oposición por parte de los medios públicos y también los privados sometidos por el miedo o la complicidad, se logró lo que las encuestas pronosticaban, lo que se percibía en el pulso del alma nacional: triunfó la voluntad de cambio.

Lo del domingo no es una muestra de «madurez política», no nos caigamos a coba, fue el hambre que viene tocando la puerta del venezolano, la desesperación que propició un deseo de rectificar rumbos. Eso es lo que quiere Venezuela, dice uno tratando de entender: parar la confrontación, resolver los problemas. Se gobierna para producir en los pueblos «la mayor suma de felicidad posible», tan sencillo y tan complicado. Al parecer, la gente es más feliz cuando los hospitales funcionan, la educación es mejor, las calles son transitables y el sueldo le alcanza. No sé por qué misteriosa razón, la gente es más feliz cuando no la atracan en la calle y no la asesinan por robarle un teléfono, vainas de la gente, pues, que es rara. Y esto lo desean los venezolanos por igual, más allá de preferencias ideológicas y políticas, porque ningún malandro pregunta de qué partido eres a la hora de ponerte una pistola en la cabeza.

La oposición debe entender claramente qué pretendemos de ellos: trabajo, compromiso, responsabilidad, inteligencia y sobre todo esperanza de un futuro mejor. Construyan el liderazgo que aun no tienen con acciones sensatas. Todos votamos sin conocer sus nombres, los hemos hecho nuestros representantes, les toca ahora convertirse en ellos. Debemos recuperar la fe en la política como mecanismo de resolución de conflictos en una sociedad democrática. El gobierno y concretamente el presidente tiene mucho más que entender. Por menos que esto han abdicado reyes y renunciado presidentes. Nadie le está pidiendo que renuncie, presidente, pero sí que trate de meditar en lo qué le ha sucedido. El primer discurso fue muy mal presagio, ojalá sea solo producto del agotamiento del día y no de una certeza. «Ha triunfado la guerra económica», dijo. Pues no, presidente, es justamente lo contrario: triunfó la convicción de que no hay guerra económica, sino un desatino monumental en la conducción del país, cosa que le toca directamente. No triunfó la derecha, sobre la izquierda. Es mucho más simple: ganó la idea de que la sensatez debe imponerse, triunfó el sentido común de supervivencia de un pueblo que ve lo que se le viene encima. Tómese unos días, váyase a Mérida, relájese y medite sobre lo que le sucedió y actúe en consecuencia.

Una buena señal de que un tiempo distinto comienza sería que los presos políticos pasaran la Navidad con sus familias en libertad. Quizá esa sea la mejor manera de convencer a los venezolanos de que un cambio está comenzando, de que la reconciliación de la nación es el único camino posible.

Amaneció distinto. Venezuela quiere cambio, quiera Dios que el mensaje se entienda.