En el aeropuerto, en uno de esos días en los que el abuso te rebasa, en los que te apetece abandonar tus convicciones y lanzarte al estercolero nacional de la viveza, al estilo de las colitas de PDVSA tan cuestionadas en otros tiempos; cuando los que saben moverse como pez carroñero en el agua turbia se te colean sin pudor alguno y toman el vuelo en el que tú tendrías que estar, las colas se convierten en terapia colectiva donde se organiza la resistencia de la honestidad, cada vez más acorralada en la tierra de Bolívar. Hablamos de todo: de los negocios milmillonarios que se hacen con la reventa de cemento, a pesar de que el Banco Mundial dice que este no es un país para hacer negocios; hablamos de los raspacupos, no ya individuales, sino de las grandes corporaciones de raspacupos (mayoristas del raspado, pues); hablamos de que en Venezuela cada descalabro, cada metida de pata oficial genera un negocio floreciente que se nutre de la incompetencia; de que es muy complicado adecentar el país, porque ya es demasiada la gente que vive de la indecencia y que perdería su chamba de dinero fácil y no trabajado a la que se ha venido acostumbrando durante todo este tiempo; nos reconfortamos en hacer lo correcto, pero con la inevitable sensación de sentirnos profundamente pendejos, al ver al vivo exitoso y triunfante y en algunos casos, incluso, haciendo mofa de tu compromiso con lo que es justo y bueno.

Hablamos de la gente que se va. Me encuentro en inmigración (¡nunca tan bien dicho!) a un querido amigo, una eminencia médica venezolana que se irá el año próximo. Lo llaman de Estados Unidos, quieren su talento allá, le facilitan la vida para que se vaya, le garantizan hasta la universidad de sus hijos. Este gobierno que tanto critica al imperio le ha entregado en bandeja de plata la flor y nata de nuestra formación profesional. La UCV llena de médicos al mundo desarrollado y, la USB, de ingenieros petroleros a Noruega, Canadá y Escocia. La UC le da un rector al MIT. Nuestro país está exportando su inteligencia.

Ya son dos horas de cola; estoy desde las dos de la mañana para el vuelo de las seis. Se me ocurre que podríamos fundar la Universidad de la Cola. Aprovechar las colas cotidianas para formar gente. Todos estamos en alguna cola en este momento. Sería una extraordinaria oportunidad de llevar cultura a la gente. Teoría política en la cola del supermercado; introducción a la economía en Farmatodo; principios básicos de derecho en el aeropuerto. El dilema de la perfectibilidad de la democracia solo tiene una salida: compartir cultura, elevar la inteligencia de nuestros hermanos, salvarlos del que los quiere embrutecidos para dominarlos.

Un compañero de infortunio me pregunta: ¿y usted tiene alguna esperanza? Sí, le respondo: el otro día fui a San Cristóbal y el señor que me hizo el servicio de transporte me contó que le regaló un carro a su hijo, estudiante universitario y le dijo: «Hijo, si yo me llego a entrar de que usted está vendiendo su cupo de gasolina yo le quito el carro ¿oyó? Porque si usted quiere ganar dinero, hágalo decentemente, trabajando, pero nunca de manera deshonesta».

Ese hombre modesto, solitario y anónimo se rebela contra la mediocridad imperante. Cuando todos a su alrededor se corrompen, él le dice a su hijo, como el evangelio de Mateo: Etiam si omnes, ego non: aunque todos lo hagan yo no y tú tampoco, hijo mío. Son este hombre y muchos como él los que, quizá sin saberlo, le dan forma a la Venezuela que va a venir (porque va a venir). Son los guardianes de la esperanza.