Uno nunca debería irse… 

Fue una mañana de septiembre. Yo entré a la UCV como cualquier otro día, luego de saltar a la acera, en la parada de Las Tres Gracias, desde lo alto de un autobús de la línea San Ruperto o, como a los estudiantes nos gustaba llamarlo, Saint Rupert. Línea en la cual solía subirse el elocuente vendedor del mentol Apache, un mentol que lo curaba casi todo y que era anunciado con un slogan que aludía a su reducido precio: «¡la casa Apache pierde!» Entré por la Parroquia Universitaria, atravesé el pasillo de arquitectura, me metí por derecho para acortar camino. Me detuve en el cafetín de Rafael a pedir el habitual guayoyo, pero todo era diferente ese día: nos teníamos que encontrar en el rectorado los compañeros de estudio para firmar la obligatoria acta de graduación. Estábamos todos frente a la irremediable línea que separa de la universidad a un estudiante que ha librado batallas académicas de cinco años y hasta campañas admirables de diez, en algunos casos, para convertirlo en egresado. Ya no veníamos a inscribir semestre; ya no nos encontraríamos en las aulas nunca más como lo habíamos hecho hasta entonces. La UCV iniciaba ese día, gracias a nosotros y como lo había hecho tantas veces, el trabajo de parto. La UCV nos daba a luz –nunca tan bien usada la expresión, pues se completaba la iluminación del conocimiento- pero éramos nosotros los que sentíamos los dolores. Algunos compañeros comentamos lo útil que sería que uno pudiera estudiar la misma carrera dos veces: la primera para graduarse, la segunda para aprovecharla mejor, sabios como éramos ahora, que sí conocíamos para qué servía nuestra profesión. 

Bajo el reloj, juramos todos que nos encontraríamos nuevamente una vez al año. Alguien dijo que eso era mucho tiempo, que mejor sería una vez por semana en El Tropezón, entre arepas y cerveza. No nos hemos reunido nunca y ya vamos para los 30 años de graduados, pero nos hemos vuelto a encontrar por los pasillos de la vida y en salones de clases de los colegios en los cuales se han reunido nuestros hijos, algunos de los cuales ya estudian en la UCV. Inevitablemente, esos fugaces momentos hacen que mi alma retorne, por las veredas de la nostalgia, a «la casa que vence la sombra» y entonces rememoro aquel día en que la profesora de sociología me sorprendió imitándola desde la cátedra; la primera vez que entré al Aula Magna; los «sanguches»  de pernil de Ingeniería; el mitin de Zapata; los libros de la Editorial Progreso; los exámenes orales del profesor de Historia; las clases en las que lloré frente a la hermosura de la filosofía griega; el croar de los sapitos que acompañaban las sesiones de lectura hasta el cierre de la biblioteca en la noche. 

Ser egresado es también una profesión. Conseguir trabajo puede ser el más difícil de los exámenes. Tratar de abultar el currículo es todo un arte. Con el acto de grado se acaba la luna de miel de la vida, como si ese día se alcanzara la verdadera mayoría de edad.   

Ayer volví a la Escuela en la que estudié a dictar un seminario. Tomé un café, como siempre, donde Rafael, cuyos cabellos están ahora completamente encanecidos. Cada rincón de la UCV me contó una historia de mi pasado, un pedazo de lo que soy. Transité, como un viajero del tiempo, por las sensibildades que me han dado forma, por los momentos en que todo era posible. El destino del mundo estaba en nuestras manos y amasábamos utopías tendidos sobre la grama. Pasé lista, miré la mirada expectante de mis alumnos, que era la misma mía de otrora y entonces no lamenté ser egresado, porque uno nunca se va. 

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