El catedrático estadounidense de psicología Philip Zimbardo se hizo notorio, entre otras cosas, por un célebre estudio realizado en la Universidad de Stanford en el año 1971.

En los sótanos de la universidad creó una prisión ficticia en la cual 24 estudiantes universitarios voluntarios participarían en un experimento: la mitad de ellos haría el papel de presos y la otra mitad de carceleros. Los roles fueron asignados al azar y el grupo de estudiantes fue seleccionado entre personas comunes y corrientes, vale decir, sin antecedentes de violencia ni de comportamientos sociópatas.

El experimento estaba financiado por el gobierno de los Estados unidos para investigar el origen de los conflictos en los recintos carcelarios. A las 24 horas de haber comenzado, los supuestos carceleros iniciaron diversas formas de torturas psicológicas –se había prohibido expresamente el maltrato físico–, como colocar bolsas de papel a los detenidos en la cabeza, confinarlos desnudos en solitario obligarles a realizar ejercicios extenuantes, a realizar sus necesidades fisiológicas en tobos y a despertarles cuando estaban a punto de conciliar el sueño, entre otras torturas.

El experimento fue concebido para una duración de dos semanas, pero fue suspendido a los seis días porque se escapó de control y había que proteger a los participantes de daños psicológicos y maltratos físicos, que comenzaron a hacerse presentes, pese a la prohibición. Z

imbardo, saca la siguiente conclusión: «Es fácil justificar muchas cosas en un lugar y un momento determinados, donde tus pautas morales se difuminan. Yo mismo me convertí en el ‘superintendente’ de la prisión y llegué a ser indiferente al sufrimiento». Según el catedrático cualquiera puede convertirse en un torturador y perpetrar atrocidades. Esta argumentación se asemeja en algo a la de Hannah Arendt en La banalidad del mal ,cuando concluye que Eichmann no era un monstruo ni la encarnación de la maldad, sino un burócrata, sin un especial odio contra los judíos, que obedecía ordenes un sistema basado en el extermino.

Esto, en mi parecer, lejos de restarle gravedad a la tortura, la hace aún más repudiable y también más temible. Uno preferiría que fuesen monstruos, enfermos mentales los torturadores y resulta que son “gente normal” que es capaz de cometer atrocidades y crímenes de lesa humanidad por su compromiso con un determinado sistema, haciendo de su oficio la maldad y llegar a su casa al final del día, besar a su esposa y jugar tiernamente con sus hijos pequeños. Son personas a las que, como señala Zimbardo en su libro El efecto Lucifer, se les desató el demonio interior.

Y se preguntará el lector: «¿y a cuenta de qué viene todo esto?». Pues simplemente como recordatorio, porque el 14 de octubre pasado falleció, en San Francisco a los 91 años este reputado psicólogo social estadounidense. Descanse en paz.

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