La casona colonial de la hacienda Las Delicias, ubicada a siete kilómetros al norte de la ciudad de Maracay, en un entorno campestre sometido a la brisa suave que se desliza desde la cordillera de la costa, era la propiedad favorita de las tantas que había acumulado el general Juan Vicente Gómez en los últimos años.
Poco a poco la fue convirtiendo en un zoológico público, con animales emblemáticos del país y algunos más traídos de otras latitudes, gracias a generosos regalos de gobernantes extranjeros.
Esa hacienda era el verdadero centro del poder del país, la capital y el Palacio de Miraflores, habían pasado a un segundo plano.
Maracay, antes de que él metiera al país en cintura, era un pueblo grande de vaqueras y añil, no mucho mayor que el que había visitado Humboldt algo más de un siglo atrás, pero estratégicamente ubicado en el corazón del país y en el de «El Benemérito», que así llamaban a Gómez, como si fuera su nombre de pila. Con esmero la había convertido en una ciudad pujante, apoyado en los generosos ingresos que producía la reciente aparición del petróleo.
La elevó a capital del estado, llenándola de obras públicas que la prestigiaban.
Entre ellas, un teatro, el Ateneo, al que encontró pequeño el día de su inauguración y plantó reclamó al arquitecto en el instante: «yo no mandé a hacer un teatro solamente para mi familia».
Dispuso entonces la construcción de uno nuevo de mayor tamaño, el cual quedará inconcluso a su muerte, siendo primero una gallera y luego un estacionamiento público, hasta que cuarenta años más tarde, por fin, abrió sus puertas el Teatro de la ópera, en tiempos del primer gobierno del Dr. Caldera.
También tenía Maracay, gracias él, una bella plaza de toros –la que hoy día se conoce como Maestranza César Girón– que copiaba la de Sevilla y en la que siempre se le brindaban toros al general cuando este asistía a las corridas.
Dispuso, además, la construcción de un aeródromo –hoy museo aeronáutico– que sirviera como escuela a la incipiente aviación militar. En él aterrizó Lindbergh con su famoso Spirit of St. Louis y Gómez al recibirle comentó a su hijo: «parece buena gente».
Mandó a edificar igualmente un hospital y un majestuoso hotel, demasiado grande para tan pequeña ciudad: el Hotel Jardín, donde Gardel, en una de sus últimas presentaciones antes de su trágica muerte, cantó para el general el tango «pobre gallo bataraz».
Ese día, hubo sobresalto entre público, incluso algunos expresaron en voz baja sus temores de que metieran preso al Morocho del Abasto por el atrevimiento cuando él arrancó a cantar:
“Pobre gallo bataraz,
se te está abriendo el pellejo.
Ya ni pa’ dar un consejo,
como dicen, te encontrás,
porque estás enclenque y viejo,
¡pobre gallo bataraz!”
Un silencio expectante congeló los asistentes en el gran salón del hotel. El anciano presidente sonrió y todos le siguieron aliviados.
«Estuvimos a ñinguita de una guerra con la Argentina», comentó con discreción, algún bromista. El general le regaló al Zorzal Criollo diez mil bolívares de plata, que Gardel dejó – en gesto que denota su nobleza– a los exiliados de la dictadura a su paso por Curazao.
Pero lo que más había levantado el anciano dictador en Maracay eran cuarteles, muchos cuarteles. Para acabar con las montoneras y guerras civiles en las que se había desangrado el país desde la Independencia, era esencial la creación de un ejército nacional. Él lo había logrado y ese ejército lo apuntalaba.
Estaba dirigido por un militar brillante: Eleazar López Contreras, general de tres soles.
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La Ciudad Jardín.